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Sueños Dorados en Culiacán

El relato, en primera persona, del día en que conocí a Maradona en la capital de Sinaloa. Un viaje atrasado, varios obstáculos y un final inolvidable de tocar el cielo con las manos. 
Sabado, 28 de noviembre de 2020 21:39

No recuerdo cuando nació mi amor por Diego Armando Maradona. Sí sé que en el ‘94 pude verlo en la cancha de Gimnasia y Tiro, en el famoso Argentina-Marruecos y con 8 años ya sabía lo que él significaba para el país (y también para los napolitanos). Entonces mi sueño durante mucho tiempo fue poder visitar dos lugares mágicos: los estadios San Paolo y Azteca porque conocer personalmente a Maradona me parecía prácticamente imposible.

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No recuerdo cuando nació mi amor por Diego Armando Maradona. Sí sé que en el ‘94 pude verlo en la cancha de Gimnasia y Tiro, en el famoso Argentina-Marruecos y con 8 años ya sabía lo que él significaba para el país (y también para los napolitanos). Entonces mi sueño durante mucho tiempo fue poder visitar dos lugares mágicos: los estadios San Paolo y Azteca porque conocer personalmente a Maradona me parecía prácticamente imposible.

Por suerte pude ir a Nápoles en 2017 y en 2019 a Ciudad de México, lugar donde comenzó a tomar forma el sueño de mi vida. No habían pasado muchas horas de haber regresado del estadio Azteca, fue el 9 de febrero. Estaba descansando en la terraza del hostel cuando decidí que tenía que viajar un poco más de 1.200 kilómetros si es que quería conocer a Diego. Dorados jugaba tres días después por la Copa MX ante Zacatepec y esa era la chance más cercana que tenía en mi vida.

Me acordé de una nota que Clarín le hizo en Sinaloa y le mandé un WhatsApp a un colega/amigo que cubrió el Dakar conmigo para que me consiga un contacto. Me pasó el celular de su asistente personal. Le escribí, le dije de dónde era y dónde estaba. Me temblaban las manos y pensé que no me iba a contestar.

“Vení, pero no te aseguro nada”, contestó. Sin pensarlo dos veces saqué los pasajes.

Los boletos me costaron casi $5 mil y eran los más baratos que habían. El vuelo salía el martes 12 de febrero a las 18.45 (en teoría llegaba a las 19.56 cuatro minutos antes del partido!) y regresaba al otro día a las 7.20.

Llegué con bastante tiempo de anticipación al aeropuerto. Formé la fila y mientras esperaba pensaba que estaba por salir rumbo a uno de los sitios más conocidos del mundo por su vinculación al narcotráfico. Me pregunté si algunas de las personas que estaban ahí podrían ser narcos, familiares, vecinos, amigos, conocidos o víctimas de ellos.

Finalmente abordé, me senté en el último asiento del avión y conté los minutos para salir. Jamás tuve en cuenta una obviedad: el vuelo seguramente iba a retrasar porque el aeropuerto Benito Juárez es uno de los más transitados de América Latina. Efectivamente el vuelo salió media hora después (pudo ser peor) y yo pasé con malestar estomacal durante las dos horas del viaje.

Pude observar la ciudad ya de noche. Dorados ya estaba jugando y yo, sin señal, recién estaba aterrizando. Para el colmo de males, el descenso era solo por la puerta delantera y tuve que esperar a que bajen todos para salir. Pensé que el viaje estaba perdido. Encima el aeropuerto está en una punta y el estadio en otra.

Junto a Diego, tras el partido ante Zacatepec. 

Pero algo me hacía ruido como un guiño del destino. Apenas pude agarrar wifi para enviarle un mensaje al asistente de Diego, puse Google maps y lo primero que vi fue que al lado del aeropuerto había un lugar que se llamaba (llama) “Campo El Diez” y un poco más al sur “Argentina Dos”.

Finalmente salí, tomé el primer taxi que encontré y le pedí al taxista dos cosas: que se apure y que ponga el partido en la radio. Había terminado el primer tiempo, iban 0 a 0.
En el camino apenas observé un par de cosas que me llamaron la atención. Una fue las concesionarias con las marcas más importantes. En el Boulevard Pedro Infante podés encontrar compañías como Mercedes Benz, Honda, Jeep, Hyundai, Audi, etc.

Casi media hora después llegué al estadio Banorte. Había comenzado el segundo tiempo. Le pedí al taxista que me deje en el portón de ingreso y egreso de jugadores. Ahí me paré frente a las rejas y sin señal de celular, le grité a un guardia de seguridad para que lo llame al asistente de Maradona.

Subió a buscarlo, pero bajó solo aunque me dejó pasar a la platea. Me metí a unas cabinas sin uso y ahí vi tres goles de Dorados. Diego festejaba, estaba feliz y yo sonreía porque ahora sí las chances de conocerlo estaban muy cerca.

Cuando terminó el partido lo fui a buscar al asistente (Maximiliano Pomargo, a esta altura lo puedo mencionar). Estaba con su familia y con Verónica Ojeda y Dieguito Fernando.

-”Maxi, soy Julio de Salta. Gracias por todo. Te pido un último favor: saludar a Diego”. 

-”Hola amiguito, dale, seguime”, me dijo.

Iban a paso apurado, yo no quise ir a la par así que me puse unos metros más atrás, pero comenzó a mezclarse la gente y para no perderlos, tomé un atajo atravesando un caño de las obras en refacción del estadio. Conclusión: se me abrió el jean. No me importó, seguí caminando y me pidió que aguarde ahí. Escuché la voz de Maradona decirle a Dieguito “te dije que íbamos a ganar, viste”. 

Ví pasar árbitros, cuerpo técnico y jugadores rivales. Todos iban a sacarse una foto con Maradona. Del otro lado de la reja comenzó a amontonarse la gente que gritaba por Diego. La seguridad, poca, quedó atenta pero uno me vio solo y quiso sacarme. Por suerte otro me había visto charlando minutos antes con Maximiliano cuando me contó que estaban tranquilos en Culiacán y que “si no te metés con nadie, nadie se mete con vos”.

“La gente del señor Maradona le pidió que se quede ahí”, dijo y el otro no me miró más. Ahí solo me preocupé por cómo dejar registrado el momento de ver a Maradona. Justo salió el asistente, le agradecí de nuevo y me aconsejó que le diga de dónde soy. Salió, los guardias que lo escoltaban se hicieron a un lado para dejarme frente a él (increíble), ya tenía la cámara para filmar todo. Con muchos nervios le pude decir: “Diego, soy de Salta, ¿puede ser una foto? Vino, sonrió y le pedí que me firme la camiseta (la azul del ‘86), accedió sin problemas. Tenía mil cosas por decirle pero solo una cosa me salió del corazón mientras me firmaba: “Te quiero mucho, Diego” (el tono de mi voz se caía a pedazos). “Muchas gracias, papá”, me dijo. Le di un abrazo y se fue.

Salí de la cancha victorioso, sin importarme nada. Tomé el primer auto que se estacionó y le pedí que me lleve al aeropuerto. Luego me bajé, pagué y pasé la noche sentado sin poder creer lo que había ocurrido.    

Un Dios en Nápoles

Un año y medio antes de conocer a Diego Maradona pude cumplir mi primer gran sueño: después de muchos meses de ahorros, visité Nápoles y el estadio San Paolo.
Descubrí que 30 años después de su llegada al sur italiano, el amor por Diego, su Dios, sigue intacto. Es que los napolitanos son tan o más pasionales que los argentinos y la historia de Maradona con Napoli va más allá del fútbol, de sus logros en un club chico.

Los napolitanos me dejaron en claro que Diego fue su bandera adentro y afuera de la cancha porque se quejó de la discriminación que sufrían por parte del norte y se vengó de los poderosos.

Decir Maradona en Nápoles es sacarle una sonrisa a su gente porque, como dicen, “chi ama non dimentica (quien ama no olvida)”.
 

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