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Capacocha: un viaje de niños-dioses al encuentro de los ancestros

El ritual en el que ofrendaron a los pequeños emisarios incas.
Sabado, 23 de marzo de 2024 18:36

Los Niños del Llullaillaco fueron ofrendados en el adoratorio indígena más elevado del planeta en el marco de uno de los rituales más importantes del imperio que mayor extensión y diversidad cultural llegó a tener en la América precolombina en el siglo XV: la Capacocha o Qhapaq Hucha (Obligación Real).

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Los Niños del Llullaillaco fueron ofrendados en el adoratorio indígena más elevado del planeta en el marco de uno de los rituales más importantes del imperio que mayor extensión y diversidad cultural llegó a tener en la América precolombina en el siglo XV: la Capacocha o Qhapaq Hucha (Obligación Real).

Sobre el rasgo sagrado que tenía la ceremonia impuesta por el Estado inca en el vasto espacio andino del Tawantinsuyo, el sitio Pueblos Originarios de América remarca: "Estos niños-dioses, en su calidad de huacas o posibles mensajeros de los dioses, son los seres humanos que estuvieron más próximos a la refulgente divinidad de los Incas, el Sol". En el ritual niños y niñas eran consagrados tanto a Inti (el dios Sol), como a Illapa (el dios Rayo) y Viracocha (el Creador).

En lo religioso, el rito buscaba mantener "el orden cósmico" en circunstancias difíciles para los incas, como la muerte del emperador, la cercanía de las siembras y cosechas o un desastre natural. La ceremonia abarcaba los adoratorios o huacas que se localizaban en toda la extensión del Tawantinsuyo, y servía para unir el espacio sagrado con el tiempo ancestral.

Desde el plano político, era una forma del Estado inca de asentar su poder en los territorios anexados, consolidar las alianzas con los jefes de los grupos locales (curacas o ayllucas) y reafirmar los lazos que unían a los pueblos andinos establecidos en las cuatro regiones del Tawantinsuyo con Cuzco, la capital incaica.

Por imposición real, desde los distritos del Chinchaysuyo, Antisuyo, Contisuyo y Collasuyo, que abarcaban parte de los actuales territorios de Ecuador, Colombia, Perú, Bolivia, Chile y Argentina, diferentes poblados debían enviar a Cuzco niños y niñas que eran elegidos por su belleza y perfección física para ser ofrendados en ruego o agradecimiento a los dioses del imperio. Podían pertenecer tanto a la nobleza (como dedujeron especialistas con respecto a "El Niño" y "La Niña del Rayo") como a familias sin posiciones jerárquicas (como apuntan las evidencias reunidas hasta ahora en torno de "La Doncella).

Con frecuencia se escogían hijos e hijas de caciques para solidificar alianzas, pero en general los niños eran símbolos de pureza ante los dioses. Entre las niñas seleccionadas, a algunas se las criaba en la Casa de las Vírgenes del Sol, donde vivían y eran educadas por matriarcas (mama-kuna) hasta el momento de ser sacrificadas.

Cronistas españoles

Fue Cristóbal de Molina, un clérigo español que pasó la mayor parte de su vida adulta en Cuzco, uno de los cronistas que describieron en el siglo XVI, cómo se convocaba a los pueblos del imperio para que enviaran a la capital niñas y niños. En sus escritos también consignó que los niños eran vestidos con las mejores ropas y se los trataba con privilegios meses antes de ser ofrendados.

Los sitios elegidos para las capacochas, en general, eran adoratorios establecidos en las zonas más altas de determinadas montañas. Hacia ellas marchaban los cortejos desde Cuzco en travesías que demandaban, según las distancias desde algunas semanas hasta varios meses de duras caminatas. Algunos antropólogos estiman que las marchas desde la capital del imperio hasta el volcán Llullaillaco y otros nevados sacralizados en el actual territorio de Salta, como el volcán Quewar, pudieron haber demandado un año de marchas a pie, usando diferentes trayectos el Qhapaq Ñan, la extensa red vial andina que el imperio inca consolidó en base a los tramos de caminos que utilizaban las culturas preincaicas.

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