¿Quieres recibir notificaciones de alertas?

19°
27 de Abril,  Salta, Centro, Argentina
PUBLICIDAD

La muerte en el pensamiento andino

Sabado, 23 de marzo de 2024 16:47

Entre los pueblos andinos las relaciones sociales no solamente se establecen con coetáneos humanos. Para que la comunidad permanezca y sea vigorosa, es necesario participar de intercambios que aseguren un equilibrio cósmico entre los que transitan el aquí y ahora con las divinidades, entidades protectoras y ancestros; es fundamental respetar y cuidar tales presencias, con las que existe un principio de mutualismo.

Alcanzaste el límite de notas gratuitas
inicia sesión o regístrate.
Alcanzaste el límite de notas gratuitas
Nota exclusiva debe suscribirse para poder verla

Entre los pueblos andinos las relaciones sociales no solamente se establecen con coetáneos humanos. Para que la comunidad permanezca y sea vigorosa, es necesario participar de intercambios que aseguren un equilibrio cósmico entre los que transitan el aquí y ahora con las divinidades, entidades protectoras y ancestros; es fundamental respetar y cuidar tales presencias, con las que existe un principio de mutualismo.

Es por ello que se torna imperativo cumplir con deberes heredados de los antepasados, de quienes han aprendido que la vida cotidiana está poblada por diversidad de númenes a los que debe brindarse el debido reconocimiento mediante ofrendas, lo que se hace evidente en la riqueza ritual que atraviesa la cotidianidad, los ciclos anuales y los acontecimientos colectivos.

Esa manera de entender el mundo propone asimismo un modo diferente de pensar y sentir la muerte. Para la gente de los Andes, la desaparición física de una persona no es más que el inicio de una nueva forma de existencia. La muerte es un hecho de trascendental importancia no solamente para quien se despide de la vida, sino para su familia y su comunidad.

"Las almitas" reclaman el recuerdo y honra de sus afectos, a quienes brindan su protección. No comprender la gravedad e importancia de esta obligación pone en riesgo la salud de los vivos, por ello deben cumplir con los rituales que aseguren una relación armoniosa entre ambos.

En primer lugar, el muerto debe ser velado y recibir la debida sepultura junto a su perrito (o, de no tenerlo, con un pequeño can que es ofrecido por alguna familia allegada). El perrito es "el caballo" que lo transporta al mundo ultraterreno. Deben ofrecerse misas y rezarse rosarios al momento de la muerte y a los nueve días, para cumplir con lo que manda el ritual. Ese compromiso no solamente lo sostiene la familia, sino todos los habitantes del lugar.

Luego, cada año, desde el día 31 de octubre hasta el 2 de noviembre las familias deben prepararse para recibir a sus seres queridos que ya no están (las almitas). Así, elaboran una importante cantidad de comida con aquellos platos que fueron de su preferencia, ofrecen abundante bebida y un gran número de panes con diversas formas en una mesa que oficia las veces de altar secular.

Algunos de esos panes tienen el propósito de animarlas a apartarse del aquí y ahora: escaleras o aves que les permitan regresar al más allá.

Las almas de reciente deceso requieren mayor cantidad de ofrendas, pues su influencia en los vivos pervive y pueden llegar a causar daño si los deudos no les dedican el debido esmero. Las almitas que no son debidamente agasajadas dañan, especialmente a los niños pequeños. La mesa de ofrendas, presidida por las cruces de las tumbas de los familiares que han sido traídas desde el cementerio y buena cantidad de coronas de flores multicolores es velada toda la noche del 1 al 2 de noviembre, que es cuando los muertos vendrán a tomar de los alimentos su "sustancia". Esa noche las familias reciben la visitas de vecinos que las acompañan con rezos. Ese acompañamiento es recíproco hasta que llega el día siguiente. Es entonces que en algún momento de la mañana se regresan las cruces al cementerio, donde se colocan las nuevas coronas de flores.

Pasado el mediodía se levanta el viento. Eso indica que las almas se están retirando. Sólo entonces las personas pueden comer lo que está en la mesa-altar y se reparten los panes entre quienes han ido a acompañar, cerrando la ceremonia de intercambios mutuos entre vivos y muertos.

Si nos detenemos a pensar en estas relaciones, el ritual de ofrenda de la capacocha adquiere otro sentido y nos permite comprender desde otro lugar la relación entre los Niños del Llullaillaco y los pueblos andinos que habitan nuestra geografía, la vida y la muerte.

PUBLICIDAD