¿Quieres recibir notificaciones de alertas?

20 de Mayo,  Salta, Centro, Argentina
PUBLICIDAD

La muerte de todas las utopías

Domingo, 25 de febrero de 2024 01:50

"¿No oímos todavía el ruido de los sepultureros que entierran a Dios? ¿No nos llega todavía ningún olor de la putrefacción divina? íTambién los dioses se pudren! íDios ha muerto!" proclama Friedrich Nietzsche desde "La Gaya ciencia" y "Así habló Zaratustra".

Alcanzaste el límite de notas gratuitas
inicia sesión o regístrate.
Alcanzaste el límite de notas gratuitas
Nota exclusiva debe suscribirse para poder verla

"¿No oímos todavía el ruido de los sepultureros que entierran a Dios? ¿No nos llega todavía ningún olor de la putrefacción divina? íTambién los dioses se pudren! íDios ha muerto!" proclama Friedrich Nietzsche desde "La Gaya ciencia" y "Así habló Zaratustra".

Más de cien años después los relatos religiosos agonizan. Buena parte del judaísmo se encuentra deslegitimándose a sí mismo tras su intento de preservación de un Estado soberano que ignora y mata a población palestina; otra buena parte del islamismo está perdida en la nunca confesada búsqueda de la instauración de un Califato mundial; el catolicismo parece correr como zombi hacia su extinción como alguien que no sabe que su vigencia universal ha muerto hace siglos; y otras formas religiosas abrazan causas políticas -muchas de ellos extremas, radicalizadas y enfermas-, despojándose de cualquier pretensión de legitimidad ética y religiosa. El hombre que mató a Dios también da muerte a sus creencias religiosas. Por un tiempo entronizó a la ciencia como religión de la Ilustración; no funcionó. Luego probó con la economía sin entender que la economía es apenas una herramienta; no un fin ni un punto de llegada; menos una deidad.

Pero cuando un proceso destructivo arranca sigue hasta destruirlo todo. Así, hoy no quedan utopías; están todas muertas. Los mitos que nos contenían, que nos resultaban sanadores y salvadores y que nos obligaban a superarnos como individuos y como sociedades; esas criaturas míticas que alimentaron a nuestra civilización desde sus inicios hasta fines del siglo XX, yacen hoy muertas.

"El mito es la criatura más real que existe", afirma Alessandro Baricco. La criatura mítica evoca "lo que hemos diseñado"; "lo que invocamos a los gritos". Con la muerte de las utopías y la caída de los mitos, colapsa la posibilidad de imaginar una vida mejor. Se acaban los sueños. Nos convertimos en sociedades enfermas, alienadas y tristes. Difícil imaginar algo más árido que una vida sin sueños, pero llena de relatos sin contenido.

Elites invertebradas

En "España invertebrada" el gran pensador español José Ortega y Gasset sostenía que las jerarquías se producen de forma natural y espontánea. En cada grupo y en cada ocasión de la vida, decía Ortega, hay individuos que los demás consideran "admirables". Por la rectitud de sus sentimientos, acciones y expresiones, estos individuos se convierten en "ejemplares" y son elegidos modelos para seguir. Los psicólogos hablan de "mimetismo social" o de "mecanismos de espejo": el lenguaje corporal de la persona dominante en una habitación tiende a ser adoptado de manera inconsciente por los demás. Sin embargo, Ortega insistía en que la dinámica trascendía a la mera imitación; no era cuestión de peinados o de modas. En lo importante, afirmaba, había una reorientación que sucedía en las profundidades. Las personas corrientes aspiraban a parecerse a estas «personas extraordinarias"; no en la superficie sino en lo fundamental porque desean participar de modelos superiores de ser o de hacer. Para Ortega, la buena sociedad era un "motor de perfección" y quienes buscaban elevar sus vidas aspiraban a ser como estos pocos "admirables". Así, las elites eran elegidas por el público "por aspiración". Para Ortega este proceso es la fuerza motriz de la historia: "La acción recíproca entre las masas y las minorías selectas, es el hecho fundamental de toda sociedad y el agente de su evolución para bien o para mal", escribió.

La cualidad que distingue a las verdaderas elites, que les confiere autoridad a sus acciones y expresiones, no es el poder, ni la riqueza, ni la educación, ni siquiera la persuasión o el carisma. Es la integridad en la vida y la coherencia en su obrar. De allí deviene toda su legitimidad. En sus mejores versiones, cada uno de ellos dedicará su vida a sostener y a enriquecer la vida social de sus congéneres. En una sociedad sana, estos pocos modelos ejemplares atraerán al público hacia ellos por la fuerza de su ejemplo.

Hoy, las "masas" de Ortega devinieron "público"; "audiencia". La ejemplaridad se ha revertido. Las elites buscan imitar al público; se hacen eco de sus gustos y de sus actitudes populares. El público no aspira a la excepcionalidad tanto como las elites no superan la prueba de la ejemplaridad. Por el contrario, repelen; son deseleccionadas. Hasta para ese público se han convertido en elites invertebradas, repudiables; ellas mismas se deslegitimaron. Y crearon un vacío que no tardó en ser llenado por nuevos arquetipos extraños y ajenos al sistema. Es más, por lo general, fue llenado por personajes violentos y anti-sistema que alienan a las elites; mientras la audiencia aplaude y festeja como si se tratara de una obra teatral.

La muerte de la política

La política tiene un único propósito, y sólo uno: dar forma a los sueños de las sociedades que votan y contener sus miedos. Sin servir a ese único propósito, la política se revela inservible y muerta.

Walter Neil Bühler, en su fabulosa columna "Leyes y salchichas", comenta que Ronald Reagan dijo una frase premonitoria: "La política es la segunda profesión más antigua de la historia. A veces creo que se parece mucho a la primera". Es verdad. Tanto se ha prostituido la política que se ha vaciado de ideales y de propósito vendiendo su cuerpo por migajas. La política se vació de contenido y de continentes; la política y los partidos políticos son ahora cadáveres que despiden "olor a putrefacción terrenal", parafraseando a Nietzsche. No busca cambiar ni superar nada; sólo mantener lo que ha logrado. La política deviene lucha entre conservadurismos. Sin voluntad de cambio, la política pierde relevancia. La política se ha reducido a la lucha por la conservación del estatus-quo; el más puro y rancio gatopardismo.

Pierde la valentía y el arrojo del compromiso; su integridad y la humildad para reconocer que sobrevive sin propósito ni rumbo. Deslegitimados y sin representar a nadie los políticos deambulan por la vida aferrados a categorías muertas cantando letanías vacías. Gritándose consignas que no significan nada unos a otros, como simios en los árboles arrojándose bananas desde las nuevas trincheras virtuales; consignas que no tienen correlato alguno con la realidad social que declaman representar.

A fuerza de actuar como simios, se han vuelto ellos -y nos han vuelto a nosotros-, simios. El "Planeta de los Simios" vuelta realidad. El más apto es quien tiene las mejores herramientas para someter al otro; quien profiere las amenazas más eficaces y quien sabe cómo llevarlas a cabo. O el más corrupto. La sociedad simiesca mata al hombre y a nuestro sueño de volvernos más humanos.

El fin de los sueños

"Las instituciones están drenadas de confianza y legitimidad, pero sobreviven en un estado zombi. Los gobiernos son derribados o expulsados por medio del voto, pero son reemplazados por sus imágenes especulares. Las jerarquías son rebajadas, pero se niegan a renunciar a su ilusión de control desde arriba. De ahí el culto al pasado heroico, la psicología de la decadencia; la sensación, tan notable en una época de impermanencia radical, de que no hay nada nuevo bajo el sol"; dice -letal- Martín Gurri desde su lúcido "La rebelión del público. La crisis de la autoridad en el nuevo milenio".

Las democracias quedan atrapadas en el fuego cruzado de la decepción de la gente; la deslegitimación de sus instituciones y representantes; y la repulsión hacia esas elites que han dejado de ser ejemplares. "El fracaso de los gobiernos democráticos en la consecución de la igualdad, la justicia social, el pleno empleo, el crecimiento económico, los departamentos baratos, la felicidad y una vida con sentido ha llevado al público al borde del rechazo de la democracia representativa tal como se practica en la actualidad. Algunos han atravesado el límite. El fracaso ha generado frustración, la frustración ha justificado la negación, y la negación ha allanado el camino para el nihilista, que actúa, con toda sinceridad, a partir del principio según el cual la destrucción del sistema es un paso adelante, sean cuales sean las alternativas".

Una destrucción que no plantea alternativas como si eso no fuera peligroso. "Probablemente a aquellas personas que han vivido y prosperado en un sistema social dado les es imposible imaginar el punto de vista de quienes, al no haber esperado nunca nada de ese sistema, contemplen su destrucción sin especial temor" dice Michel Houellebecq, con desesperanzada lucidez y clarividencia en "Sumisión".

En "La era de la información", Manuel Castells afirma que "vivimos en tiempos confusos, como suele ser el caso en los periodos de transición entre diferentes formas de sociedad". ¿Será esta la transición hacia una sociedad sin dioses; sin utopías ni mitologías; sin modelos legítimos y sin sueños? ¿O será el momento en el que, en el supremo nihilismo, después de habernos dado cuenta que no se puede cambiar la realidad; ahora tratemos de vivir contándonos relatos que creen una vida en la que sí queramos vivir; y no en aquella donde no podemos controlar ni cambiar nada? Sigo sin saber nada.

 

PUBLICIDAD