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China y Taiwán: tambores de guerra

Martes, 30 de agosto de 2022 02:33

La guerra de Ucrania constituyó un grito de alerta sobre la estabilidad del sistema internacional, pero el agravamiento del conflicto de Taiwán obligó a los especialistas a plantearse con una urgencia inédita la hipótesis del estallido de una confrontación bélica de una envergadura nunca vista desde 1945, cuando las bombas atómicas detonadas por Estados Unidos en Hiroshima y Nagasaki pusieron fin a la segunda guerra mundial.

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La guerra de Ucrania constituyó un grito de alerta sobre la estabilidad del sistema internacional, pero el agravamiento del conflicto de Taiwán obligó a los especialistas a plantearse con una urgencia inédita la hipótesis del estallido de una confrontación bélica de una envergadura nunca vista desde 1945, cuando las bombas atómicas detonadas por Estados Unidos en Hiroshima y Nagasaki pusieron fin a la segunda guerra mundial.

La idea de que la interdependencia económica entre Estados Unidos y China garantizaría la paz mundial está ahora en discusión.

Como sucede con la invasión rusa a Ucrania, la confrontación entre los gobiernos de Beijing y Taiwán no es un rayo caído del cielo en medio de una noche estrellada, sino el resultado de un largo proceso histórico cuyas características afectan las fibras más profundas de las partes en litigio. Es mucho más que una disputa ideológica o una controversia fronteriza. Lo que está en juego es una cuestión de vida o muerte para ambas partes. El régimen de Beijing no está en condiciones de admitir bajo ningún concepto la independencia de Taiwán y el gobierno de Taiwán dejaría lisa y llanamente de existir si aceptara las exigencias de Beijing.

No hay ninguna negociación exitosa posible en el horizonte. Cualquier iniciativa orientada a modificar esa situación no puede sino agravar el conflicto. De allí que la visita a Taipei de la presidenta de la Cámara de Representantes de Estados Unidos, la líder demócrata Nancy Pelosi, seguida por la presencia en la isla de una delegación de parlamentarios norteamericanos, haya disparado un enfrentamiento de una gravedad inusitada entre las dos superpotencias del siglo XXI.

 

El momento no podría ser más inoportuno. En Estados Unidos la guerra de Ucrania representa un foco de atención ineludible. Mientras tanto, la imagen en la opinión pública de Joe Biden es una de las más bajas para un presidente en ejercicio a esta altura de su mandato. Las encuestas pronostican una derrota de los demócratas a manos de los republicanos en las elecciones legislativas de noviembre. En China está en juego la re-reelección del presidente Xi Jinping, quien aspira a obtener un tercer mandato como secretario general del Partido Comunista en su próximo congreso. Ninguno de los líderes está en condiciones de ceder sin experimentar graves daños para sus respectivos destinos políticos.

Un enfrentamiento con historia

En términos diplomáticos, la relación entre China y Taiwán está determinada por el denominado "consenso de 1992", que estableció el principio de "una sola China". Esa equívoca fórmula de entendimiento, deliberadamente confusa, permitía que los comunistas pudieran considerarse el gobierno de toda China, mientras Taiwán desconocía la legitimidad de esa proclamación pero no asumía la condición de un estado independiente.

Aquel consenso impregnado de eufemismos surgió de encuentros informales entre delegados del régimen de Beijing y del gobierno de Taiwán, entonces en manos del Kuomintang, el partido que en 1949, y tras ser derrotado en una prolongada y sangrienta guerra civil, organizó su retirada hacia la isla, situada a 2.100 kilómetros del continente, y trasladó allí la capital de la República China, cuando las tropas comunistas comandadas por Mao Zedong ingresaban en Beijing.

El vínculo conflictivo entre los comunistas chinos y el Kuomintang, liderado por Chiang Kai-sheck, tiene un siglo de existencia. El Partido Comunista Chino surgió en 1921, como una escisión de izquierda del Kuomintang, una corriente nacionalista liderada por Sun Yat-sen, quien encabezó la revolución de 1911 que derrocó a la última dinastía imperial y fundó la República China, a la que en 1949 Mao adjuntó la denominación de "Popular", que es como hoy se la reconoce oficialmente.

Pero el triunfo de Tsai Ing-wen, candidata del Partido Popular Progresista en las elecciones presidenciales de 2016, terminó con la hegemonía establecida por el Kuomintang, que había gobernado casi ininterrumpidamente la isla desde 1949. Con Tsai Ing-wen, reelecta en 2020, afloró a la superficie una tendencia independentista subyacente en la población. Las encuestas indican hoy que un 60% de los consultados se consideraba taiwanés y un 40% chino.

Ese antagonismo conserva plena vigencia. Cuando en 2020 Eric Chu fue elegido presidente del Kuomintang recibió un mensaje de felicitación de Xi Jinping, quien lo exhortó a reanudar el diálogo mantenido en épocas anteriores, interrumpido precisamente por Tsai Ing-wen. Cuando la actual mandataria aventuró que China y Taiwán "no deben estar subordinados una a la otra", Chu declaró que esa afirmación "es inconstitucional y pretende cambiar el statu quo para conseguir la independencia".

Economía y política

En ese escenario de creciente beligerancia, las empresas multinacionales empiezan a examinar la posibilidad de retirarse en el caso de que Taiwán se convierta en una "nueva Ucrania". Esas tensiones coinciden con las críticas occidentales a la negativa de Beijing a condenar la invasión rusa a Ucrania, así como las acusaciones sobre las violaciones a los derechos humanos en Hong Kong y en la provincia de Xinjian, cuya población de la etnia uigur es mayoritariamente musulmana.

Jorg Wuttke, director de la Cámara de Comercio de la Unión Europea en China, señaló: "Qué haremos en caso de que haya una guerra?

>¿Deberíamos cerrar nuestras operaciones en China? ¿Cómo podríamos mantener nuestro negocio y superar posibles bloqueos?”.
Advirtió también que “esa pequeña isla que siempre estaba hirviendo a fuego lento de repente se percibe en muchas sedes como si fuera a ser la próxima Ucrania”.
Sin embargo, muchos líderes empresarios reconocen que no hay demasiadas alternativas al mercado de consumo más grande del mundo. Eric Zheng, directivo de la Cámara de Comercio Estadounidense en Shangai, aseguró que numerosas corporaciones norteamericanas, entre ellas Disney y Tesla, la empresa fabricante de autos eléctricos de Elon Musk, están comprometidas a estar “en China, para China”.
No hace falta explicar la relevancia decisiva que tiene China en la economía global, pero Taiwán dista de ser insignificante. Una pequeña isla con 23 millones de habitantes es la trigésimo segunda potencia económica por su producto bruto interno. Su ingreso por habitante es de 34.000 dólares contra 12.300 de China. Tiene además una importancia cualitativa en el orden tecnológico: la mitad de los semiconductores del mundo se producen en Taiwán. Es un activo electrónico vital para el funcionamiento de todos los sectores de la economía de la información, desde automóviles hasta computadoras y teléfonos celulares.
Ambas economías presentan también un elevado grado de interpenetración. Cuando en 1979 Deng Xiaoping inició la apertura económica del régimen comunista, las primeras inversiones extranjeras fueron taiwanesas. Muchas compañías chinas fueron fundadas y son dirigidas por taiwaneses. Hay un millón de taiwaneses trabajando en China continental. Según el gobierno de Taiwán las inversiones en China continental en los últimos treinta años alcanzaron los 194.000 millones de dólares.
Esa interdependencia explica que la mayoría de la población de Taiwán prefiera eludir la opción entre la integración a China o la proclamación de la independencia y prefiera mantener el actual status autonómico pero sin confrontar con Beijing. Una lección de la historia política mundial indica que no todos los conflictos tienen solución. No se trata entonces de resolverlos sino de encauzarlos para que no pasen a mayores. Lo de Taiwán está en esa categoría. En estos casos, la sabiduría de los líderes políticos reside en lograr que nunca pase nada.

 * Vicepresidente del Instituto de Planeamiento Estratégico


  
 

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