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La esencial amoralidad de la guerra y el poder

Domingo, 17 de marzo de 2024 02:00

"¿Cuánto mal debemos hacer para hacer el bien?", se preguntaba el teólogo, filósofo y politólogo estadounidense Reinhold Niebuhr en 1946. La reflexión nacía luego de una guerra mundial en la cual los vencedores habían cometido muchas atrocidades morales queriendo evitar el mal que reinaría en un mundo liderado por los regímenes a los que combatieron. La pregunta planteada por Niebuhr es atemporal y es uno de los dilemas morales más actuales que enfrenta la humanidad. Hoy vemos cómo, uno tras otro, distintos Estados soslayan sus valores fundacionales esgrimiendo la férrea defensa de esos mismos valores que pretenden proteger; violándolos. Paradójico -cuanto menos-.

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"¿Cuánto mal debemos hacer para hacer el bien?", se preguntaba el teólogo, filósofo y politólogo estadounidense Reinhold Niebuhr en 1946. La reflexión nacía luego de una guerra mundial en la cual los vencedores habían cometido muchas atrocidades morales queriendo evitar el mal que reinaría en un mundo liderado por los regímenes a los que combatieron. La pregunta planteada por Niebuhr es atemporal y es uno de los dilemas morales más actuales que enfrenta la humanidad. Hoy vemos cómo, uno tras otro, distintos Estados soslayan sus valores fundacionales esgrimiendo la férrea defensa de esos mismos valores que pretenden proteger; violándolos. Paradójico -cuanto menos-.

Incluso antes de que la guerra entre Hamas e Israel acarreara su propio conjunto de problemas, ya existían fuertes contradicciones a nivel global y las referencias a la "batalla entre la democracia y la autocracia" -una guerra por "valores"-, se hicieron cada vez menos frecuentes en los discursos occidentales a medida que surgían reacomodamientos geopolíticos que contradecían esta descripción del mundo.

Algunos ejemplos. Mantener unida a la OTAN -una alianza de democracias- durante la guerra en Ucrania requirió que occidente minimice las tendencias iliberales del gobierno polaco que, hasta su derrota electoral en octubre pasado, había casi destruido su democracia. Para asegurar su flanco norte, la OTAN tuvo que dar la bienvenida a Finlandia y a Suecia, tras tensas negociaciones con Recep Tayyip Erdogan, de Turquía, quien lidera un régimen autocrático.

En Asia, Estados Unidos pasó gran parte de 2021 y 2022 preservando sus lazos con la Filipinas liderada por Duterte, un hombre cuya guerra contra las drogas mató a millares. También cortejó a India con insistencia, otorgándole toda clase de concesiones, para usarla como contrapeso a China; aun cuando el gobierno del primer ministro Narendra Modi restringía la libertad de expresión, hostigaba a líderes de la oposición, avivaba disputas religiosas e, incluso, se sospecha que asesinó a disidentes en el extranjero. En Hanoi, Estados Unidos firmó una "asociación estratégica integral" con el régimen comunista vietnamita.

En Medio Oriente la coalición del "mundo libre" es peculiar. En 2020, amenazó con convertir a Arabia Saudita en un "Estado paria" tras el asesinato del periodista Jamal Khashoggi. Para 2023, alarmados por las incursiones chinas y los precios alcistas del gas, Arabia Saudita se convirtió en un aliado que hasta podría pasar a ser parte de la OTAN. Así, la estabilidad regional podría descansar ahora en una alianza entre autocracias árabes y un gobierno israelí con tendencias iliberales, como es el gobierno de Netanyahu.

En África, cuando una junta derrocó al gobierno electo de Níger, Estados Unidos esperó más de dos meses para reaccionar, por temor a empujar al nuevo régimen hacia Moscú. Pareciera que intereses y "valores" no siempre van de la mano y que pesan más los primeros antes que los segundos.

Para defender un orden que se encuentra cada vez más amenazado, se comienza a aceptar la idea de una comunidad internacional "con derecho a la autodeterminación"; tanto como se acepta la necesidad de apuntalar un arco de democracias imperfectas, iliberales, autocracias o teocracias, en pos de alianzas que ayuden a contener un supuesto "mal mayor".

Así, en una era de altísima conflictividad como la actual, podríamos entrar -de lleno-, en una era de "moralidad ambigua" en el mejor de los casos; o de franca amoralidad y de "valores" subordinados a "intereses mayores". Me pregunto, hasta qué punto todas estas ambigüedades no tiñen de inmoral el resultado; si no hacen que gane el cinismo. Si no nos hace entrar, de lleno también, en una "era de la amoralidad".

El juego sucio

Las democracias occidentales prevalecieron en la Segunda Guerra Mundial ayudando a un tirano terrible como Joseph Stalin a aplastar a un enemigo más temible: Adolf Hitler. Utilizaron tácticas aborrecibles como el bombardeo indiscriminado y, al final, el bombardeo atómico; tácticas que aún hoy siguen siendo cuestionadas. La pregunta: "¿Hubieran preferido un mundo gobernado por Hitler?", acalla todo cuestionamiento. En cierta forma, el razonamiento implícito es que "el fin justifica los medios".

Terminada la guerra y para enfrentar la amenaza de una guerra nuclear, el mundo se embarcó en la política de la "destrucción mutuamente asegurada". Para cerrar el cerco alrededor de la Unión Soviética, Washington se asoció con un genocida como Mao Zedong sin prurito alguno. Más cercano a nosotros, en un Tercer Mundo convulsionado, Estados Unidos suprimió la influencia comunista a través de golpes de Estado y de tiranuelos de derecha por medio de operaciones encubiertas a costa de un número de muertos fuera de toda norma moral. La esencia de todas estas tácticas es la creencia de que hay que elegir entre males menores para evitar un mal mayor.

Ahora bien, si occidente enfrentara a un enemigo totalitario determinado a remodelar a la humanidad a su imagen -China-, entonces algunos "medios feos" podrían quedar justificados. Equilibrar el poder podría convertirse en un juego sucio. Me parece peligroso adoptar esta mentalidad; hay un punto en el que medios despreciables corrompen cualquier fin por muy justo que sea. La vaguedad moral es corrosiva y, el juego sucio, en algún momento, todo lo ensucia.

Esto no es un dilema hipotético. Desde octubre de 2023 se ha enmarcado -con acierto- la guerra entre Israel y Hamas como la lucha entre un Estado frente a un grupo terrorista que busca -con denuedo- su destrucción. Hay una fuerte justificación moral y estratégica en respaldar a un aliado de Estados Unidos contra un despiadado proxy de un enemigo común: Irán.

Además, no se puede convalidar una comparación entre un grupo terrorista que viola, tortura, secuestra y asesina a civiles y un Estado que intenta, dentro de los borrosos límites que impone la guerra, protegerlos. Sin embargo, el feroz ataque israelí en Gaza deslegitima estos valores y desnuda un doble estándar: Occidente se opone a la ocupación y apropiación de territorios extranjeros por parte de Rusia, pero no por parte de Israel; dejando ver que valora más la vida y las libertades de algunas víctimas que la de otras.

Bien lo advirtió Friedrich Nietzsche en "Humano, demasiado humano": "El indicio menos equívoco del desprecio de los hombres es que no se da valor a ninguno sino como medio de alcanzar el propio fin".

Moralidad

Es cierto que acuerdos poco decorosos -a veces- pueden llevar a mejores resultados. Al no romper la alianza entre Estados Unidos y Filipinas durante la guerra contra las drogas de Duterte se sostuvo la relación hasta que surgió un gobierno menos draconiano. Al permanecer cerca de un gobierno polaco con tendencias alarmantes, se ganó tiempo hasta que a fines del año pasado sus ciudadanos eligieron una coalición que promete reparar sus instituciones democráticas. El mismo argumento se sostiene para mantener el compromiso con otras democracias donde las tendencias autocráticas son pronunciadas, pero donde los mecanismos electorales permanecen en su lugar: Hungría, India y Turquía, por ejemplo. Entonces, ¿resultados favorables avalan medios cuestionables usados en la consecución de un buen fin?

Me parece que estos argumentos son racionalizaciones de comportamientos de una moralidad vaga y ambigua que sostienen que sirven a una causa mayor. En todos los casos, en lugar de poner a la moralidad en el lugar de un corsé, la ponen en el lugar de una brújula. El problema con las brújulas es que, ante campos magnéticos intensos, son incapaces de marcar de manera correcta. De nuevo Nietzsche: "Para atraer a las personas de valor a una acción, basta presentarla mucho más peligrosa de lo que es". Ya sabemos lo fácil que es torcer el casi nulo buen juicio de la humanidad en cualquier dirección en la que se la quiera torcer.

En la notoria novela "Fiasco", del colosal escritor polaco Stanislaw Lem, en una determinada situación se da un diálogo entre el capitán de la nave y el capellán. En un párrafo, el padre Arago -una gota de agua en medio del más vasto desierto-, pregunta: "¿Usted está dispuesto a salvar la vida arrebatando la vida?" "Padre; voy a elegir el mal menor"; contesta el capitán. "En mi escatología no existe el mal menor ", replica el padre. "Con cada ser asesinado muere todo el mundo. Por eso la aritmética no le da medidas a la ética. Un mal irreversible es inconmensurable".

Quizás esta sea una parte de la brújula que necesitamos: ver qué decisión o qué caminos llevan a situaciones irreversibles y cuáles no. La otra parte de esta brújula ética debería ser evaluar qué camino implica el ejercicio de una moralidad vaga, elíptica o dudosa, ergo corrosiva, y cuál no.

Quizás, debamos parafrasear la pregunta de Niebuhr: "¿Cuánto mal somos capaces de hacer para lograr el bien?"; sin reducirla a ecuaciones de costos y beneficios ni de escenarios de seguridad nacional; mucho menos a conveniencias políticas o a intereses espurios. ¿Somos capaces? No lo sé. Me parece que no.

 

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