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Todos somos Salman Rushdie

Domingo, 28 de agosto de 2022 02:10

En 1988, Francis Fukuyama publicó su artículo "¿El fin de la Historia?". En él preveía el derrumbe del socialismo, el fin de la Guerra Fría, y especulaba con el "Fin de la Historia", entendida esta como devenir político ideológico. Imaginaba el triunfo de la "idea occidental": un "sistema de valores culturales, económicos y de aspiraciones sociales" que, para él, iría a prevaler y que no encontraría obstáculos para expandirse y florecer. Cuando, poco tiempo después de esta publicación cae el muro de Berlín, la hipótesis del fin de la Historia cobra una significación más relevante y de mayor urgencia. Pero, mientras el mundo marchaba hacia este "triunfo de la idea occidental" anunciado por Fukuyama; en varios países occidentales sucedían fenómenos llamativos en dirección contraria.

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En 1988, Francis Fukuyama publicó su artículo "¿El fin de la Historia?". En él preveía el derrumbe del socialismo, el fin de la Guerra Fría, y especulaba con el "Fin de la Historia", entendida esta como devenir político ideológico. Imaginaba el triunfo de la "idea occidental": un "sistema de valores culturales, económicos y de aspiraciones sociales" que, para él, iría a prevaler y que no encontraría obstáculos para expandirse y florecer. Cuando, poco tiempo después de esta publicación cae el muro de Berlín, la hipótesis del fin de la Historia cobra una significación más relevante y de mayor urgencia. Pero, mientras el mundo marchaba hacia este "triunfo de la idea occidental" anunciado por Fukuyama; en varios países occidentales sucedían fenómenos llamativos en dirección contraria.

El año anterior al que Fukuyama publicara su artículo, el escritor indio Salman Rushdie había publicado su cuarta novela: "Los versos satánicos". El ayatollah Ruhollah Khomeini emitió una fatwa o fatua, un decreto religioso, contra el autor y contra todos aquellos que lo publicaran; condena que sigue vigente. La fatwa fue emitida por considerarla una novela blasfema y una burla a las creencias musulmanas. Con la financiación y el soporte de varias instituciones religiosas y de países poderosos -entre ellos, Irán-, el libro fue prohibido en varios países y se quemaron ejemplares en Inglaterra y en otros países europeos.

Hasta hoy Salman Rushdie vivía protegido por temor a que la condena se hiciera efectiva. Ahora, atentaron contra su vida en Nueva York -cuando iba a ofrecer una conferencia- y su vida estuvo en estado crítico.

Una retaliación injustificable

Con respecto la fatwa, y más allá de lo injustificable que esta resulta, es necesario hacer un par de consideraciones referidas al contexto internacional e histórico en la que esta fue emitida.

Por un lado, la fatwa no tenía la menor base de legitimidad para todo el mundo islámico -la Umma-, sino que esta sólo debería haber afectado y, en todo caso, haber sido acatada por el mundo chiita, que era quienes reconocían el magisterio de Khomeini y adherían a su peculiar interpretación del islam. Al hacerlo, Khomeini estaba reclamando para sí mismo el liderazgo de todo el mundo musulmán y autoproclamándose su guía espiritual universal; incluso por encima de los líderes de Arabia Saudita. No es un hecho menor que, un año antes, Khomeini hubiera sido obligado a aceptar el alto el fuego en la guerra contra Irak.

En segundo lugar, esta condena fue dirigida hacia una persona que no profesaba el culto musulmán; hecho sobre el cual no existía precedentes. Según afirma George Kepel, un especialista del mundo islámico: "De esta manera, Khomeini mostraba que, para él, la dimensión universal del islam no se detenía en sus fronteras e incluía a las poblaciones emigradas a Europa, vistas como otros tantos enclaves islámicos, cabeza de puente de la Ummah".

La fatwa emitida en Irán comienza a tener un alcance y un impacto barbárico en sociedades como Gran Bretaña, Noruega, Japón o Inglaterra. Hitoshi Igarashi, el traductor de la obra en japonés, fue apuñalado en 1991, y murió más tarde como consecuencia del ataque. El traductor de la obra al italiano, Ettore Capriolo también fue atacado con brutalidad en Milán ese mismo año. El editor de la obra en Noruega, William Nygaard, fue apuñalado en Oslo, en 1993. El traductor turco de la obra, Aziz Nesin, fue atacado en Turquía en ese mismo año, por fanáticos que incendiaron el hotel donde se hospedaba, matando a 37 personas; hecho que se recuerda como la "Masacre de Sivas".

El libro inició una ola de protestas, controversias y acaloradas discusiones en todo Occidente al punto tal que, el propio Rushdie llegó a decir, algunos años más tarde, en 2012, que "no estaba seguro de si el libro publicado en 1988 hubiera podido ser publicado en ese momento dado el clima de miedo y nerviosismo". El miedo, la censura y la cultura de la cancelación impuesta por lo "políticamente correcto", harían que, hoy, ese libro no fuera publicado.

En el acalorado debate que siguió a todos estos eventos y en todas las reacciones públicas del momento, ya se veía germinar la semilla de lo que, años más tarde, Yuval Harari describiría como las dinámicas y debates que la nueva sociedad global debe hacerse sobre la inmigración y, en particular, sobre las distintas significaciones e impactos que, para cada sociedad o que para grupo social tienen los conceptos de "aceptación" y "tolerancia" hacia la inmigración (deber versus favor), "integración" o "asimilación" o las palabras "identidad" y "pérdida de identidad". Más profundo aún, hay países como Inglaterra, por ejemplo, donde "ciudadanía" y "nacionalidad" son conceptos jurídicos distintos con impactos sociales diferentes para las poblaciones descolonizadas que viven en su territorio.

El velo de Creil

En 1990, tres alumnas de origen tunecino fueron expulsadas de un colegio público francés por haberse negado a entrar en las aulas sin el hiyab; el velo islámico. La expulsión de las tres muchachas volvió a abrir en Francia (y en varios otros países) un virulento debate sobre la legalidad o no de llevar el velo en la escuela.

  Este conflicto ya venía agitando a la opinión pública francesa a fines de 1989 cuando otras tres alumnas de un colegio de Creil, dos de origen marroquí y una de origen tunecino, tampoco habían aceptado quitarse el velo para entrar a la escuela.


La cuestión del “velo de Creil” resultó ser un excelente movilizador del movimiento de reislamización francés que, además, cuestionó los conceptos de ”laicismo” e “integrismo” y supo darles una connotación racista y xenófoba. Los jóvenes franceses musulmanes ya no eran más “beurs” ni “magrebíes” ni “inmigrantes” sino “musulmanes” a secas, en la connotación de “fanáticos” para, de ese modo, ser rechazados y excluidos. El huevo de la serpiente estaba plantado.

La “cuestión del velo de Creil” instaló en la agenda diaria social y política un problema muy complejo que puso de manifiesto que las autoridades, las instituciones y el Estado no estaban a la altura que el problema planteaba; mientras que la “pertenencia comunitaria” como libertad y derecho se politizaba y se radicalizaba a una velocidad que los propios actores no podían manejar.

Pero el Estado francés no era el único no preparado para lidiar con esta crisis. En el seno de las más de 200 organizaciones islámicas que habían surgido en Europa en muy poco tiempo, el debate discurría entre cómo hacer convivir el pluralismo y la aplicación de la chari’a; la ley musulmana. “En la época en que se hunde el comunismo, también los musulmanes expresan una exigencia democrática: no se debe sustituir el autoritarismo de los Estados surgidos de la descolonización por otro autoritarismo fundado en la religión, sino buscar la compatibilidad entre pluralismo y la aplicación de la chari’a, en el Estado islámico futuro”, vuelve a opinar Kepel. Se comienza a apreciar, ya en ese momento, la divergencia entre la politización moderada (“democrática”) y la “radicalizada” (militar) en estos movimientos incipientes de reislamización.

El asunto del velo de Creil cataliza el tema en Francia y precipita todo cuando cuestiona y replantea el “laicismo” estableciendo, además, la identidad musulmana fundada en la pertenencia religiosa, en el seno de una sociedad que por siglos ha hecho de la igualdad una bandera y política de Estado. A diferencia de la estructuración comunitaria en la cual el Estado “terceriza” y delega servicios como ha ocurrido a lo largo del tiempo en Estados Unidos e Inglaterra, en la tradición política francesa esto no es factible ya que no existe la cultura comunitaria, y el Estado sigue siendo hostil a ella al aborrecer, por un principio básico republicano, las identidades regionales, étnicas o religiosas que se interpongan entre el Estado y el ciudadano.

Como lo expresaría el propio Fukuyama años más tarde: “Las minorías culturales descontentas que no se han asimilado producen malestar en la comunidad mayoritaria, que entonces se atrinchera en su propia identidad religiosa y cultural. Evitar que esto se convierta en un “choque de civilizaciones” requerirá moderación y buen juicio por parte de los líderes políticos, algo que el propio proceso de modernización no garantiza automáticamente”. 

No parece llamativo, entonces, que sea en Francia donde ocurran los mayores atentados perpetrados por la Yihad en Europa. Las matanzas en 2015 en la sede editorial del semanario Charlie Hebdo; las muertes en un supermercado kósher, en el Estadio de Francia o en la sala de la Bataclan; muestran el lugar preferencial que ocupa Francia como blanco de las últimas manifestaciones yihadistas, frutos de sucesivas olas de mutación de la politización islámica y de la cruzada yihadista. El último atentado, la decapitación de un profesor francés a la vista de toda su comunidad, fue el castigo infringido por haber mostrado en clase las caricaturas de Mahoma; las mismas caricaturas que habían generado el atentado de la editorial de Charlie Hebdo en primer lugar. Un círculo vicioso difícil de quebrar. Ahora, la barbarie atacó en Nueva York.

Aún hoy, en esta lucha entre este oscurantismo irracional e insensible propuesto por los yihadistas, -por completo contrario al verdadero espíritu de paz y amor de la fe y de la comunidad musulmana- y que contrasta con la libertad más elemental; hay quienes en susurros afirman que las víctimas “un poco se lo habían buscado”. No podemos culpar a las víctimas, tampoco.

Matar personas por profesar distintas ideas -culturales, políticas o religiosas-, es una barbarie que no puede ser justificada jamás. Que no podemos permitir. No se puede aceptar ningún tipo de persecución a personas por profesar ideas u opiniones distintas a las nuestras. O distintas a la de la mayoría. O distintas a la de una minoría peligrosa que busca imponerlas por medio de la fuerza, el terror y la matanza.

Todos sabemos que, cuando se comienzan a quemar libros, tarde o temprano, se sigue matando a hombres. No caigamos en esta vieja trampa de la historia otra vez. 

 

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