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Cambian los tiempos y los rumbos de la política

Viernes, 09 de diciembre de 2022 02:07

Todavía no ha concluido 2022, pero tanto las principales fuerzas políticas como buena parte de los analistas parecen enfocados monotemáticamente en lo que ocurrirá con (y a partir de) las elecciones programadas para fines del año próximo.

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Todavía no ha concluido 2022, pero tanto las principales fuerzas políticas como buena parte de los analistas parecen enfocados monotemáticamente en lo que ocurrirá con (y a partir de) las elecciones programadas para fines del año próximo.

Un paisaje atiborrado de acontecimientos coloridos es pintado con la encrucijada electoral como perspectiva dominante y, aunque el balance parece modificarse constantemente como producto de sucesivas peripecias convenientemente dramatizadas para no perder el interés del público (determinado recurso ante la Justicia, denuncias de escándalos, trifulcas en el Congreso, la integración de algún organismo, los encuentros o desencuentros entre dirigentes de líneas que se presume enfrentadas y hasta el fallo que el martes condenó a Cristina Kirchner), tanto los dirigentes como los comentaristas parecen conocer el desenlace de la trama y coinciden sobre el resultado del futuro comicio.

La vicepresidenta, cabeza del sector hegemónico del oficialismo, admite en su entorno que el Frente de Todos será derrotado a nivel nacional. Ella aspira, claro, a que la caída no sea catastrófica y, sobre todo, a que no determine un resultado negativo en la provincia de Buenos Aires, el distrito donde planea fortificarse para resistir los tiempos oscuros que prevé.

La vice suele acertar en sus vaticinios más oscuros. Había previsto que sería condenada y lo fue. Cree que su fuerza perderá el comicio presidencial y ese pronóstico es compartido por el conjunto del peronismo. Seguramente por eso no hay a esta altura allí ninguna disputa por la candidatura presidencial, si se exceptúa la obstinación de Alberto Fernández en conseguirla o, al menos, en sostener que lo hará. La preocupación del peronismo está, en rigor, menos centrada en quién deba ser candidato que en quiénes no deberían figurar porque serían garantía de catástrofe.

Lo que el peronismo cree necesitar es un voluntario dispuesto a dar una batalla que, si se confirma la derrota imaginada en las presidenciales, consiga la mejor derrota posible y habilite una nutrida representación legislativa, mientras las jefaturas locales procuran sostener sus territorios. En contraste, todos los socios de Juntos por el Cambio dan por sentada la victoria de su coalición, lo que impulsa a los líderes de las distintas facciones a disputar encarnizadamente no sólo por las principales candidaturas, sino por el rumbo y el sistema de alianzas que resultarían de ese triunfo que consideran garantizado. Es decir, allí se discute sobre la naturaleza misma del frente político del que todos son accionistas.

Ocurren cosas

En el campo de las fuerzas políticas, se empiezan a hacer notar corrientes que se oponen a la llamada grieta. En la última semana, un encuentro virtual volvió a reunir a dos gobernadores de distinto origen que insisten en buscar coincidencias apoyadas en una concepción nacional- federal. El jujeño Gerardo Morales, jefe de la Unión Cívica Radical, y el cordobés (y cordobesista) Juan Schiaretti ya han dado muestras anteriores de apertura recíproca, provocando interés (e inquietud: la sección cordobesa de Juntos por el Cambio le arrancó a Morales la promesa de que no se reuniría nuevamente con Schiaretti, una promesa en cierto sentido incumplida ahora).

Morales discute abiertamente el "tironeo de los extremos" que obstaculiza las vocaciones dialoguistas de sectores de las dos coaliciones. Schiaretti insiste en la necesidad de "ponernos de acuerdo, hacer un acuerdo de producción y trabajo, de desarrollo integral del país (…) armar algo nuevo, que exprese la racionalidad, el federalismo serio y el respeto a las instituciones", porque "los últimos gobiernos "se han preocupado en gestionar para el AMBA, lo que genera centralismo e inequidades para el resto del país".

A la construcción paulatina y deliberada de esos consensos "antigrieta" hay que sumar los que se van gestando como consecuencia y por presión de los hechos. Sin la parafernalia y las alusiones al Pacto de la Moncloa que suelen asociarse a los grandes acuerdos de Estado, empieza a observarse un consenso objetivo, cuya explicitación es eludida en virtud de la lógica y el marketing de la grieta, pero que refleja la fuerza de la realidad. Con palabras, por señas o a través del asentimiento cauteloso, se acepta la necesidad de avanzar hacia el equilibrio fiscal, impulsar la competitividad y el crecimiento del trabajo argentino basándose prioritariamente en los sectores en que el país muestra fortalezas comparativas: la producción de alimentos, la energía, la minería, la economía del conocimiento, el turismo. En un plano más alto de abstracción ese consenso incluye la conveniencia de mantener los pies dentro del orden mundial centrado en el capitalismo. En rigor, el eje de ese programa es el acuerdo con el Fondo Monetario Internacional, votado por las dos fuerzas principales en el Congreso. La necesidad tiene cara de hereje y es ella la que empuja la convergencia por encima de los detalles. Juntos por el Cambio no podría oponerse a políticas que ha auspiciado y promete poner en práctica más enérgicamente. El respaldo que presta el kirchnerismo se debe a que no tiene un programa alternativo. El poder que va construyendo y encarnando Sergio Massa no surge del manejo de una organización política. Es, más bien, la resultante de un posicionamiento que afronta con decisión el desafío de apartar obstáculos que traban el crecimiento del país. Y que, para hacerlo, sigue el consejo de Napoleón: "hay que apoyarse sobre lo que sostiene".

El acuerdo de intercambio de información que acaba de concretarse con Estados Unidos, que permitirá acceder de manera automática a los datos de cuentas bancarias y de inversión financiera de argentinos no declaradas, indica la ubicación de un fuerte punto de apoyo del ministro.

La declaración emitida a principios de diciembre por el FMI indica otro: el Fondo elogia "la prudente gestión macroeconómica y los esfuerzos para movilizar financiamiento externo (que) están respaldando la estabilidad macroeconómica se está restableciendo el orden fiscal, moderando la inflación, mejorando la balanza comercial y fortaleciendo la cobertura de reservas". Los técnicos del Fondo dan por aprobado el tercer tramo del acuerdo, lo que -una vez respaldado por el directorio del organismo- dará a la Argentina acceso a una suma de casi 6.000 millones de dólares.

Massa rechaza la idea de una solución devaluatoria en las actuales condiciones.

Como explicó hace unos días Gabriel Rubinstein, el número 2 de Economía, devaluar sin tener bien aferradas algunas variables es jugar con la chance de un "rodrigazo" (es decir, de una explosión inflacionaria de todos los factores). Por eso, aunque con ese rumbo, Massa avanza paso a paso.

Nadie aplaude, muchos reclaman "un plan", pero todos admiten que lo que se está haciendo desde el Ministerio de Economía es algo que debe hacerse. Es el consenso silencioso (pero no por ello menos evidente). El poder que está construyendo Massa puede ser poco, pero es el que hay. Y se sostiene en el acuerdo (implícito en algunos casos, claro y fuerte en otros) de un amplio espectro en el que, lógicamente, cada cual atiende su juego.

Fuera de ese consenso implícito está claramente la izquierda doctrinaria en sus distintas variantes y, en cierto sentido, también los libertarios que siguen a Javier Milei y a José Luis Espert. A ambos extremos se cultiva la consigna del mayo francés de hace medio siglo: "Sean realistas, pidan lo imposible".

La ventaja que favorece a los libertarios es que la opinión pública ve en estos tiempos con más simpatía los cuestionamientos al Estado (por la voracidad fiscal, por la ineficacia, por los hechos de corrupción) que la postura inversa.

A fines del gobierno de Raíl Alfonsín un fenómeno análogo se experimentaba con el ascenso de agrupaciones universitarias inspiradas por el liberalismo (UPAU) y conectadas con la fuerza política que dirigía Álvaro Alsogaray, la UCEDE. La resultante de la época fue una mayor influencia de las ideas liberales, que sin embargo no fueron encarnadas por el partido de Alsogaray, sino por el peronismo liderado por Carlos Menem, que las adaptó a la idiosincrasia de su movimiento y cooptó en su gobierno a muchos cuadros de origen liberal. Sergio Massa fue uno de ellos. No es imposible que Milei y los suyos terminen jugando un papel análogo al de aquel liberalismo de los años 80 y 90 que hoy tiene cuadros distribuidos en todo el espectro político.

Pero, ¿hay algún Menem a la vista en condiciones de propiciar una fusión semejante? Más allá de la audacia que exhibieron entonces tanto el riojano como Alsogaray, lo que empujaba desde abajo eran los cambios de época.

Este aspecto parece empezar a manifestarse en la actualidad. Globalmente, a través del ascenso de fuerzas de derecha y centroderecha que ejercen el poder o tienen creciente influencia, tanto en países en desarrollo (el bolsonarismo en Brasil, el Partido Popular de la India), como en las grandes democracias occidentales (el Frente Nacional en Francia, el trumpismo en Estados Unidos, los "nuevos demócratas" de Suecia).

El dispositivo político imaginado cuatro años atrás por la señora de Kirchner está desarticulado y hasta su creadora lo da por concluido. La señora quiere ejercer su influjo sobre el amplio espectro peronista, pero lo cierto es que cuanto mayor es esa influencia en lo interno, más se aísla el peronismo del conjunto de la sociedad.

En cuanto a la coalición opositora, la convicción de que el poder caerá en sus manos como fruta madura no se compagina con la dura pelea interna y la duda existencial sobre su propia naturaleza.

La disgregación del viejo sistema y la forja de un consenso nuevo abren la puerta para una reformulación del poder.

 

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