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El costado humano del mejor de todos los tiempos

El día que Diego Armando Maradona transformó  mi vida.
Sabado, 28 de noviembre de 2020 21:34

“Que venga a Segurola y La Habana 4310, séptimo piso, y vamos a ver si me dura 30 segundos”, vociferaba un tal Diego Armando un lejano 7 de octubre de 1995, en una de las emisiones televisivas del domingo del clásico y ya desaparecido Fútbol de Primera, que por ese entonces mitigaba el bajón dominguero nocturno de millones de futboleros. 

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“Que venga a Segurola y La Habana 4310, séptimo piso, y vamos a ver si me dura 30 segundos”, vociferaba un tal Diego Armando un lejano 7 de octubre de 1995, en una de las emisiones televisivas del domingo del clásico y ya desaparecido Fútbol de Primera, que por ese entonces mitigaba el bajón dominguero nocturno de millones de futboleros. 

Ese tal Diego Armando era por escándalo el hombre más famoso del planeta, volvía al fútbol y al Boca de sus amores, en un ajustado 1 a 0 ante Colón de Santa Fe en una Bombonera que explotaba y rebalsaba de fieles y adoradores de su zurda. No era una vuelta más, entre tantas, del gran Pelusa: era el resurgimiento de las cenizas, del Ave Fénix más humano de todos, el retorno al trono de la logia futbolera del más admirado de los reyes, la nueva manifestación carnal de la divinidad más mundana y la resurrección del más errático e imperfecto de los dioses, tras aquella “mutilación de sus extremidades inferiores”, con otras palabras, metáfora utilizada por él mismo para definir uno de los mayores duelos colectivos que registran los futboleros, claro está, antes de la muerte del 10: la expulsión del astro del Mundial USA 94, tras dar positivo de efedrina en el momento en el que aquella Selección argentina de Alfio Basile se perfilaba para alcanzar la tercera estrella dorada en la historia de los mundiales, otra vez con Diego como protagonista, pero con un equipazo que lo respaldaba. La FIFA, que comió de la mano del astro del fútbol mundial cuando le convenía, y que lo descartaba cuando comenzaba a ser una amenaza a sus intereses, meses antes, había gestionado para que a Maradona le otorguen la visa para poder ingresar a Estados Unidos, para que su presencia pudiera darle vida (y por consiguiente, millones a las arcas de la entidad con sede en Suiza) a un Mundial que asomaba devaluado y carente de figuras de peso. Porque así el poder siempre osó capitalizar a su favor el magnetismo único del hombre que descascaró sus rodillas, fundió sus piernas y dejó hasta su vida en una cancha de fútbol. Por todo ello, ese regreso del 95 no era uno más. Era la revancha.

Relatado el contexto, vamos a la historia, una de las miles que retratan el carácter humano y sensible de Diego, que este escriba puede testificar al ser ocasionalmente el protagonista.

El tan argentino y bravucón “te espero en Segurola y La Habana” tenía un destinatario, que hoy tampoco está entre nosotros: el entrañable Julio César Toresani, que en esa vuelta de Diego vestía ocasionalmente la camiseta de Colón, el rival que el azar determinó que sea el que se cruce en el primer escalón de esa resurrección de un Maradona que en ese nuevo look, con una franja de tintura amarilla en su parietal derecho, representaba una recarga de rebeldía después de tantas injusticias. Su pelea con el Huevo surgió después del partido cuando el ex River aseguraba a los micrófonos que “a mí me echó Maradona, lo quiero pelear y lo voy a buscar a la casa”, tras haber sido expulsado por Francisco Lamolina, al señalar la supuesta influencia del 10 en las decisiones arbitrales. Este fue el disparador para que el visceral Diego, quien a veces ostentaba la humildad de tener esa inconsciencia de su fama mundial y de ser el hombre más asediado y acosado del planeta tierra, daba la dirección de su casa (por entonces en Villa Devoto) ante millones.

Este humilde narrador por entonces tenía 13 años, estaba terminando la primaria, había llorado mares, como otros millones, un año antes, con el dóping positivo y había gritado hasta la afonía la pincelada al ángulo frente a Grecia, y gracias a su madre, mi madre, surgió la idea de escribirle una sentida carta que expresara mis sentimientos hacia él, con “Segurola y La Habana” como destino de ese sobre. Hasta el momento, tenía lo más importante: el domicilio, aparte de una gran incredulidad. Todo mi amor por él estaba volcado con tinta en esa misiva.

Meses después (enero de 1996), me convertí en el preadolescente más feliz del mundo cuando, parafraseando al tango de Enrique Campos, “golpearon la puerta de la humilde casa y la voz del cartero muy clara se oyó”. Y me entregó una carta (sin remitente, por obvias razones) en un sobre de papel blanco. Allí estaba la postal que me cambiaría la vida, aquella que el hombre más famoso del planeta y el mejor con la pelota se tomó el trabajo de firmarme, con fibrón negro, y con un agradecimiento por mi carta al dorso, con birome azul, escrita por él de puño y letra. Fue mi “copa del mundo”.

Ese, también, era Diego Armando Maradona, capaz de conmoverse ante el sentimiento anónimo, a quien nunca ví de cerca, nunca toqué y nunca abracé, pero que con su humilde gesto me dio una felicidad impagable que alcanza para amarlo por el resto de mi vida.

La naranja no se mancha

Diego Armando Maradona es quizás el personaje por el cual cada habitante de este planeta tiene, al menos, un registro de su existencia, mental, fotográfica, vivencial. Y todo lo pinta de cuerpo entero, como para comenzar a desmitificar y desterrar el carácter soberbio y fanfarrón de quien lleva siendo mito por otros menesteres desde sus tiernos 25 años de edad.

Hoy la vida me sitúa en un lugar privilegiado de comunicador que me permite contar lo que ya han vivido miles, y es esa experiencia cercana con el ser más magnetizante del deporte.

Casi dos años antes de aquel sueño cumplido de pibe, aquel 20 de abril de 1994, fui uno de los tantos que se comió 5 horas de fila bajo los rayos del sol para ser uno de los 30 mil privilegiados salteños que testificaron su malabar con la naranja y su magia en aquel amistoso previo a USA 94 de la Selección de Basile ante Marruecos, en el Gigante del Norte que inauguraba sus tribunas.
 
 

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