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Pero en la madrugada del 28 de noviembre de 2016 el avión en el que se trasladaban se precipitó en tierras colombianas y se llevó la vida de 71 personas, entre las que estaba el plantel del Chapecoense que iba a jugar la final de la Copa Sudamericana con Atlético Nacional de Medellín, el cuerpo técnico, la plana mayor de la dirigencia, una veintena de periodistas y una tripulación de la que sobrevivieron una azafata y un técnico.
Faltaban solamente 13 kilómetros para aterrizar en el aeropuerto en vistas de una emergencia insólita para estos años como la falta de combustible.
A diferencia de los otros accidentes aéreos que tuvieron un desenlace trágico y vistieron de luto a equipos de fútbol, en este caso en particular la influencia del error humano fue capital.
Se trató de una asombrosa cadena de diagramaciones fallidas y negligencias rubricadas por el colmo de un piloto, el del avión de Lamia, que era uno de los dueños de la empresa y por ende consciente de los riesgos a los que sometía a todos los que habían subido al avión destinado a unir a Santa Cruz de la Sierra con Medellín.
El piloto lo pagó con su vida y en esa cruel condensación de víctima y victimario arrastró a decenas de personas y a la abrumadora mayoría de jugadores de Chapecoense en particular.
De todas, la tragedia del Chapecoense es la de mayor número de víctimas y la que más impacto masivo produjo. También podría aventurarse que es la que más hondo caló.
La tragedia del Chapecoense promovió que un fútbol mercantilizado y degradado diera, sin embargo, una admirable muestra de la eficacia de sus anticuerpos, como para honrar al poeta que supo observar que las flores más bellas nacen de los pantanos.