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18 de Mayo,  Salta, Centro, Argentina
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Un matrimonio español que dejó su impronta en el norte

Sabado, 26 de marzo de 2016 01:30
Pedro y María Tarrés abandonaron su querida España y se radicaron en la ciudad de Tartagal. 
María Tarrés lloraba, lloraba en las noches y durante el día porque extrañaba Esblada, su pueblo natal, nacido hacía siglos en la Europa de la Edad Media. Su presente en una finca cercana a Yacuiba, Bolivia, era tan diferente...
Sus días eran difíciles, mucho más de lo que hubiera imaginado antes de embarcarse desde su querida Cataluña hasta el nuevo continente.
Hasta tomar agua era un trajín que antes no se hubiera imaginado, pues debía recogerla de un aljibe situado a metros de la casa en la que vivían con su marido Pedro y su hija.
Con la ayuda de una roldana y una piola, María recogía un balde lleno de agua turbia y de bichos que le producían tanto asco.
Con un trozo de lienzo la colaba y la dejaba reposar para hervirla más tarde durante horas.
Cuando sus impurezas se asentaban en el fondo del recipiente recién al día siguiente, María la guardaba en una tinaja de barro para poder consumirla.

La querida España

María tenía 21 años. Su marido Pedro, de 25 años, era oriundo de Querol, y ambos trabajaban en aquellas tierras de viñares, en las fábricas de vinos artesanales y en las de aceite de oliva que se producía en Cataluña.
Se habían conocido en Esblada cuando se celebraba la Fiesta Mayor.
Al poco tiempo de casarse, la amenaza de la Segunda Guerra Mundial volvió a instalarse entre los españoles, quienes aún no se recuperaban de la guerra civil.
Pedro, como tantos inmigrantes que huían a cualquier precio, decidió buscar un nuevo destino.
En Argentina tenía un primo quien le había dado muy buenas referencias del país y que estaba dispuesto a devolver con creces el trabajo y el empeño.
Pero una familia española afincada en el sur de Bolivia también les había propuesto viajar un poco más al norte.
Pedro analizaba las dos opciones: quedarse en Argentina o en Bolivia.
Mientras preparaban el viaje, Pedro no hacía más que hablar de todo lo que tenían pensado hacer cuando llegaran a América, mientras María lloraba de solo pensar que una abismal distancia la separaría de su tierra natal.

El viaje

Era tal la angustia de María que antes de embarcar, Pedro le pidió que se quedara, le dijo que él vendría solo a América y que, pasado un tiempo, regresaría a buscarla.
Pero la mujer decidió acompañar a su esposo y enfrentar juntos el nuevo destino. No se equivocó.
Compraron pasaje de primera clase y partieron del puerto de Cabo de la Buena Esperanza. El viaje duró 21 días y fue, según cuenta María, maravilloso: la tripulación, al arribar a la línea imaginaria del Ecuador organizó una fiesta.
Su hija Genoveva tenía 3 años y corría por todo el barco, mientras el viento del océano movía sus trenzas doradas de un lado para otro.
Al arribar al puerto de Buenos Aires, partieron en tren hacia el norte.
Veían con alegría la pampa húmeda, con campos verdes en los que pastaban vacas y caballos a lo largo de miles de kilómetros.
Pero conforme el tren se alejaba, el suelo se volvía más árido, más pobre.
Fueron dos días y medio de viaje hasta que llegaron a destino: la localidad de Yacuiba, en Bolivia.

La llegada a Bolivia

Allí los aguardaban unos españoles que hacía varios años residían en la región. Pedro y María se instalaron entonces en una finca ubicada al norte de Yacuiba, en medio del campo.
El primer día que llegaron Carmen, su anfitriona española, la invitó a conocer el único mercado del pueblo. María, entusiasmada, esperaba encontrarse con un mercado igual al de su pueblo: colorido, lleno de frutas y verduras frescas; con el aroma penetrante del queso recién preparado, los pescados listos para la cocina y las voces fuertes y alegres de los vendedores que hablaban casi a los gritos. Pero cuando llegaron, María quedó atónita: de un gancho colgaba una media res flaca y ennegrecida; algunas verduleras de polleras anchas, sentadas en el suelo polvoriento, vendían papas chiquitas y de distintos colores que no había visto en su vida. María sintió que su mundo se venía abajo...
Los Tarrés vivieron 12 años en Bolivia y era en esa finca, que por suerte contaba con un aljibe, donde María solía recoger el agua.
Con el paso de los años, las plantaciones de maíz se extendieron a lo largo de la finca de 12 hectáreas.
Pero cuando llegó la reforma agraria a Bolivia, la tierra debía ser de quien la trabajara. Pedro decidió devolver a su dueño la finca que tenía arrendada y trasladarse a la Argentina.

En Argentina

La familia Tarrés se estableció en la ciudad de Tartagal, donde adquirió una gran finca ubicada al norte del pueblo.
En la zona, Pedro se dedicó también a la explotación de la madera, pero su fuerte siempre fue la agricultura. Tenía una gran inteligencia y una habilidad innata: cuando en la región el maíz no se conocía como un cultivo extensivo, Tarrés logró imponerlo.
Por las noches, solía hacer sus cálculos tomando como referencia la época en que el maíz se cultivaba en otras regiones, las lluvias o las sequías y determinaba cuál era el mejor momento para preparar la tierra y sembrar las semillas.
La primera cosecha fue exitosa y pudo hacer un gran capital, ya que la mayor parte de su producción fue destinada a la exportación. Se agregaron los cultivos de poroto y soja.
Pedro Tarrés también hizo algunos negocios con Daniel León, un importante empresario de Tartagal que residía en la Capital Federal, quien lo incentivó a que adquiriera otras fincas.
Con el tiempo, los sacrificios dieron frutos y los Tarrés se consolidaron como grandes empresarios en el norte salteño.
Ello les permitió regresar a España a visitar a sus familiares y a recorrer sus maravillosos pueblos.
Entre ellos dos nunca dejaron de hablar en catalán y cuando regresaban a su tierra revivían sus años de juventud.

Premio al sacrificio

Pedro Tarrés se convirtió en el empresario más importante de su época y en un pionero en la actividad agrícola del norte de Salta.
Padre del exintendente José María Tarrés y abuelo de la conocida artista de stand up Mariana, conocida hoy como Mar Tarrés, murió a los 84 años.
María vivió muchos años más y pasaba sus días en una casona donde les contaba a sus hijos sobre su pueblo natal, el primer viaje en barco, el regreso a España después de 15 años, las plantaciones de choclo que después de meses de duro trabajo se aparecían vigorosas ante sus ojos...
Con solo recordar esos momentos sus ojos clarísimos recuperaban ese brillo de la juventud.

Un gran legado

La vida de los Tarrés estuvo marcada por el trabajo, el sacrificio, el dolor por abandonar el terruño y la esperanza de darles una vida mejor a sus hijos.
Como tantos inmigrantes, dejaron una gran impronta en la historia de una ciudad como Tartagal, que supo recibirlos con los brazos abiertos.


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María Tarrés lloraba, lloraba en las noches y durante el día porque extrañaba Esblada, su pueblo natal, nacido hacía siglos en la Europa de la Edad Media. Su presente en una finca cercana a Yacuiba, Bolivia, era tan diferente...
Sus días eran difíciles, mucho más de lo que hubiera imaginado antes de embarcarse desde su querida Cataluña hasta el nuevo continente.
Hasta tomar agua era un trajín que antes no se hubiera imaginado, pues debía recogerla de un aljibe situado a metros de la casa en la que vivían con su marido Pedro y su hija.
Con la ayuda de una roldana y una piola, María recogía un balde lleno de agua turbia y de bichos que le producían tanto asco.
Con un trozo de lienzo la colaba y la dejaba reposar para hervirla más tarde durante horas.
Cuando sus impurezas se asentaban en el fondo del recipiente recién al día siguiente, María la guardaba en una tinaja de barro para poder consumirla.

La querida España

María tenía 21 años. Su marido Pedro, de 25 años, era oriundo de Querol, y ambos trabajaban en aquellas tierras de viñares, en las fábricas de vinos artesanales y en las de aceite de oliva que se producía en Cataluña.
Se habían conocido en Esblada cuando se celebraba la Fiesta Mayor.
Al poco tiempo de casarse, la amenaza de la Segunda Guerra Mundial volvió a instalarse entre los españoles, quienes aún no se recuperaban de la guerra civil.
Pedro, como tantos inmigrantes que huían a cualquier precio, decidió buscar un nuevo destino.
En Argentina tenía un primo quien le había dado muy buenas referencias del país y que estaba dispuesto a devolver con creces el trabajo y el empeño.
Pero una familia española afincada en el sur de Bolivia también les había propuesto viajar un poco más al norte.
Pedro analizaba las dos opciones: quedarse en Argentina o en Bolivia.
Mientras preparaban el viaje, Pedro no hacía más que hablar de todo lo que tenían pensado hacer cuando llegaran a América, mientras María lloraba de solo pensar que una abismal distancia la separaría de su tierra natal.

El viaje

Era tal la angustia de María que antes de embarcar, Pedro le pidió que se quedara, le dijo que él vendría solo a América y que, pasado un tiempo, regresaría a buscarla.
Pero la mujer decidió acompañar a su esposo y enfrentar juntos el nuevo destino. No se equivocó.
Compraron pasaje de primera clase y partieron del puerto de Cabo de la Buena Esperanza. El viaje duró 21 días y fue, según cuenta María, maravilloso: la tripulación, al arribar a la línea imaginaria del Ecuador organizó una fiesta.
Su hija Genoveva tenía 3 años y corría por todo el barco, mientras el viento del océano movía sus trenzas doradas de un lado para otro.
Al arribar al puerto de Buenos Aires, partieron en tren hacia el norte.
Veían con alegría la pampa húmeda, con campos verdes en los que pastaban vacas y caballos a lo largo de miles de kilómetros.
Pero conforme el tren se alejaba, el suelo se volvía más árido, más pobre.
Fueron dos días y medio de viaje hasta que llegaron a destino: la localidad de Yacuiba, en Bolivia.

La llegada a Bolivia

Allí los aguardaban unos españoles que hacía varios años residían en la región. Pedro y María se instalaron entonces en una finca ubicada al norte de Yacuiba, en medio del campo.
El primer día que llegaron Carmen, su anfitriona española, la invitó a conocer el único mercado del pueblo. María, entusiasmada, esperaba encontrarse con un mercado igual al de su pueblo: colorido, lleno de frutas y verduras frescas; con el aroma penetrante del queso recién preparado, los pescados listos para la cocina y las voces fuertes y alegres de los vendedores que hablaban casi a los gritos. Pero cuando llegaron, María quedó atónita: de un gancho colgaba una media res flaca y ennegrecida; algunas verduleras de polleras anchas, sentadas en el suelo polvoriento, vendían papas chiquitas y de distintos colores que no había visto en su vida. María sintió que su mundo se venía abajo...
Los Tarrés vivieron 12 años en Bolivia y era en esa finca, que por suerte contaba con un aljibe, donde María solía recoger el agua.
Con el paso de los años, las plantaciones de maíz se extendieron a lo largo de la finca de 12 hectáreas.
Pero cuando llegó la reforma agraria a Bolivia, la tierra debía ser de quien la trabajara. Pedro decidió devolver a su dueño la finca que tenía arrendada y trasladarse a la Argentina.

En Argentina

La familia Tarrés se estableció en la ciudad de Tartagal, donde adquirió una gran finca ubicada al norte del pueblo.
En la zona, Pedro se dedicó también a la explotación de la madera, pero su fuerte siempre fue la agricultura. Tenía una gran inteligencia y una habilidad innata: cuando en la región el maíz no se conocía como un cultivo extensivo, Tarrés logró imponerlo.
Por las noches, solía hacer sus cálculos tomando como referencia la época en que el maíz se cultivaba en otras regiones, las lluvias o las sequías y determinaba cuál era el mejor momento para preparar la tierra y sembrar las semillas.
La primera cosecha fue exitosa y pudo hacer un gran capital, ya que la mayor parte de su producción fue destinada a la exportación. Se agregaron los cultivos de poroto y soja.
Pedro Tarrés también hizo algunos negocios con Daniel León, un importante empresario de Tartagal que residía en la Capital Federal, quien lo incentivó a que adquiriera otras fincas.
Con el tiempo, los sacrificios dieron frutos y los Tarrés se consolidaron como grandes empresarios en el norte salteño.
Ello les permitió regresar a España a visitar a sus familiares y a recorrer sus maravillosos pueblos.
Entre ellos dos nunca dejaron de hablar en catalán y cuando regresaban a su tierra revivían sus años de juventud.

Premio al sacrificio

Pedro Tarrés se convirtió en el empresario más importante de su época y en un pionero en la actividad agrícola del norte de Salta.
Padre del exintendente José María Tarrés y abuelo de la conocida artista de stand up Mariana, conocida hoy como Mar Tarrés, murió a los 84 años.
María vivió muchos años más y pasaba sus días en una casona donde les contaba a sus hijos sobre su pueblo natal, el primer viaje en barco, el regreso a España después de 15 años, las plantaciones de choclo que después de meses de duro trabajo se aparecían vigorosas ante sus ojos...
Con solo recordar esos momentos sus ojos clarísimos recuperaban ese brillo de la juventud.

Un gran legado

La vida de los Tarrés estuvo marcada por el trabajo, el sacrificio, el dolor por abandonar el terruño y la esperanza de darles una vida mejor a sus hijos.
Como tantos inmigrantes, dejaron una gran impronta en la historia de una ciudad como Tartagal, que supo recibirlos con los brazos abiertos.


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